Publico una carta que me ha llegado, aunque se que a más de uno de los que la lea les va a dar igual, y lo que es peor, a alguno le parecera hasta bien. Ahí va la carta.
El miércoles, día 3 de febrero, se produjo un lamentable incidente en el IES Fuente Juncal, en el municipio onubense de Aljaraque, cuya víctima, de nuevo, volvió a ser un docente. Cuatro alumnos, de los que vienen al centro con lo puesto (en casa desconocen que han de llevar material escolar a clase, de ése que regalan), deciden entrar a deshora, una vez finalizado el recreo y de malos modos, todos a la vez al baño. La profesora, bajo el criterio que seguimos todos en el instituto, les conmina a entrar en el baño más próximo, el del gimnasio, de uno en uno. Ante tal ofensa, los alumnos se amotinan, acorralan a la docente y la insultan, colocando incluso una valla del gimnasio para que ésta no pase. Hasta aquí, una historia más, otra execrable página más para el anecdotario del profesorado (como la de la profesora agredida por una madre en el IES Fuentepiña, en Huelva capital, el viernes 29 de enero, por separar a su hija durante una pelea barriobajera en clase) que parece que ha y debe quedar en una mera sanción al alumno. Un mes a casa y, luego, pues si les apetece, que hagan otra, a ver si la siguiente es más sonada que la anterior.
Pero algo tiene que cambiar. Los profesores estamos hartos de ser el blanco fácil y gratuito de los desvergonzados, el blanco de ira -tras actuar de eterna guardería- de los padres y, en el mejor de los casos, unos pintamonas para el alumnado medio.
Para empezar, debiéramos hacer autocrítica; somos el colectivo más desunido e insolidario: no nos manifestamos ante agresiones, no presionamos a las administraciones que venden nuestro pellejo al primer padre o madre que alza la voz, no reclamamos un pacto por la educación, ni nos manifestamos cuando en vez de gastar el dinero en profesores que sustituyan las bajas los tiran en ordenadores. Pero la larga historia de nuestras tragaderas es otro asunto para la reflexión y, llegados a este punto, si nadie va a ponernos en el sitio que nos corresponde, tendremos que hacerlo nosotros mismos.
Evidentemente, ni políticos, funcionarios de la administración, sindicatos o padres van a hacerlo. ¿Cómo ponerse de otra parte que no sea la del todopoderoso alumno y sus omnipotentes padres? Porque ahí, señores políticos, administrativos y periodistas, entre otros, es donde tal vez encuentren la respuesta. Pero eso no, a los niños ni tocarlos y, por ende, a los padres, que son quienes votan. ¿Cómo vamos a decirles que cometen una continua y alevosa negligencia en su labor educativa como progenitores? ¿Cómo acusarles por la displicencia con la que dejan actuar a sus vástagos? ¿Cómo reñirles cuando les premian con una videoconsola, una moto o muchísimos euros para gastar sin freno en recompensa a los lamentos que les transmitimos desde los centros? ¿Cómo ratificar su complicidad cuando excusan esas “cosas de niños” que son insultar a profesores, pegar a compañeros o tirar la oportunidad de poseer una formación académica gratuita?
Es más, como puede que os voten –a unos u otros, inútil distinción-, pues, como medida preventiva, y sin exigir nada a cambio, siquiera que sean capaces de educar y dominar a sus hijos –para eso están los profesores-, se les ofrecen aulas matinales, comedores, clases gratuitas por las tardes, becas generosísimas, libros y, ahora, ordenadores. Eso sí, sin necesidad que esa multiplicidad de derechos vaya acompañado de ningún tipo de deber.
Llegados a este punto, el equipo educativo y el personal administrativo y de servicios del Centro exige la actuación inmediata de la Administración, la reposición social de nuestro prestigio en función de la labor que desempeñamos, el respaldo de los medios de comunicación y, ante todo, la expulsión inmediata de los alumnos que han violentado, en otra nueva ocasión, la dignidad de un colectivo injustamente ninguneado desde todos los estamentos sociales.
Profesores y profesoras, maestros y maestras, ¿hasta cuándo vamos a seguir esperando a que el próximo no seamos nosotros? Basta ya de permitir la indiferencia o, en el mejor de los casos, el desprestigio al que somos sometidos a diario. Somos, aunque tal vez no lo sepamos, uno de los colectivos con mayor poder en esta sociedad. Porque, ¿qué pasaría si nos pusiésemos en huelga sólo una semana? ¿O un mes? ¿Incluso indefinidamente? ¿Qué otra salida nos dejan? Ya está bien de que sólo salgamos en prensa para que se cuestionen nuestras vacaciones, nuestro fracaso por los vergonzantes informes PISA o nuestra supuesta indolencia como profesores quemados.
Nuestra unión es la única salida. En ningún lado se permite que a un trabajador le impidan llevar a cabo su trabajo, ¿por qué nosotros sí lo permitimos? Sólo queremos que nos dejen trabajar y seamos reconocidos por ello (no nombramos siquiera la pérdida de poder adquisitivo que hemos sufrido en las últimas nóminas ni reclamamos subidas. Nadie que se elija ser docente aspira a hacerse rico).
La mayor crisis que puede sufrir un país no es la pérdida de riqueza, sino la de valores. Quien maltrata a sus mayores y maestros desprecia su futuro más inmediato y el esfuerzo que hicimos todos en un pasado, donde la educación precisamente no era un derecho, sino un privilegio.